Los errores y fracasos suelen incomodar. Nos enfrentan con partes de nosotros que preferiríamos evitar, con decisiones que quisiéramos deshacer, con momentos que nos siguen doliendo. Pero desde la experiencia clínica y el trabajo con personas en procesos terapéuticos, puedo decir que esos momentos que parecen desvíos o tropiezos, a menudo terminan siendo puntos de partida.
El fracaso, si lo miramos con honestidad, nos obliga a detenernos. A mirar adentro. A revisar quiénes somos cuando no estamos cumpliendo con las expectativas —propias o ajenas—. Y aunque esa pausa puede doler, también abre una posibilidad: la de reencontrarnos con una versión más real de nosotros mismos.
Desde una mirada lacaniana, podríamos decir que el error es como una grieta que nos deja ver nuestras fantasías más profundas: aquello que creemos que “deberíamos” ser, lo que pensamos que nos hará valiosos, o lo que nos prometieron que nos haría felices. Y cuando fallamos, cuando algo no sale como esperábamos, se revela una distancia entre ese ideal y lo que realmente somos. No es cómodo… pero es profundamente revelador. Porque en esa distancia también está nuestra verdad.
A veces, lo que más duele no es el fracaso en sí, sino lo que simboliza: sentir que decepcionamos, que no somos suficientes, que nos quedamos atrás. Pero, ¿y si en lugar de ver el fracaso como un juicio, lo viéramos como una historia que merece ser comprendida? Toni Morrison hablaba del poder de contar nuestras heridas, de no ocultarlas, de darles forma para que puedan ser compartidas. Y creo que hay algo muy sanador en eso: transformar lo que duele en algo que pueda ser narrado, sostenido, resignificado.
También está el humor. Porque cuando logramos mirarnos con cierta ternura —incluso con un poco de ironía— se aliviana la carga. Aprendemos a no tomarnos tan en serio, a dejar de aspirar a una perfección imposible. Como diría una voz crítica como la de Fran Lebowitz: fallar puede ser, en el fondo, una forma de decir “no” a reglas que nunca estuvieron hechas para hacernos bien.
Los errores no ocurren en el vacío. Están atravesados por nuestras historias, por las estructuras sociales, por lo que se espera de nosotros. Por eso, sanar también implica cuestionar: ¿de dónde vienen esas exigencias? ¿Para quién estamos intentando ser perfectos?.
Lo importante no es nunca fallar, sino cómo nos acompañamos cuando lo hacemos. Cómo hablamos con nosotros mismos después del error. Cómo lo integramos, lo transformamos y, a veces, hasta lo agradecemos. No porque haya sido fácil, sino porque nos permitió crecer.
Aceptar nuestros fracasos con humanidad, sentido crítico y compasión no nos debilita; al contrario, nos hace más libres. Nos permite soltar máscaras y reconciliarnos con nuestra vulnerabilidad.